6/2/11

Desposeídos: posible autobiografía de cada uno


En esta entrada no voy a hablar de lo que quiero decir hasta después del cuento que lo ilustra.

Orden y caos

Se levantaba a las ocho en punto; a las ocho en invierno y a las ocho en verano. Una vez en pie, seguía la liturgia de albornoz, afeitado, ducha, loción capilar, lavado de dientes, desodorante y perfume. Luego, en el dormitorio, se vestía frente al espejo con los mismos colores de distintos trajes: calzoncillos blancos, calcetín de hilo gris, pantalón gris marengo, cinturón negro, camisa almidonada blanca, chaqueta azul, corbata gris y zapatos negros. Siete atuendos idénticos para siete días de la semana, no importaba si era laborable o fiesta de guardar. A las ocho y media en punto salía de su casa con un paraguas negro si llovía o amenazaba lluvia o sin él si el día era soleado; con bufanda y abrigo gris si hacía frío y sin abrigarse si hacía tiempo primaveral o en verano. Y así iniciaba su camino al ayuntamiento de lunes a viernes. Durante el fin de semana la liturgia y el horario eran similares con la salvedad de que en lugar de dirigirse al ayuntamiento los sábados iba al parque hasta la hora de comer - cambiaba ciudadanos con preguntas por palomas con arrullos - o a Misa de nueve los domingos y después al parque a encontrarse con las palomas. Lo que nunca cambiaba era el almuerzo, siempre a solas, siempre en casa y siempre a las tres de la tarde: sopa de garbanzos de lunes a sábado (que cocinaba el domingo) y pollo (dos muslos, dos pechugas y dos contramuslos, uno para cada día de la semana que cocinaba el domingo junto a la sopa). De cena, una tortilla francesa de un huevo y una manzana (que compraba los sábados junto a los huevos). Los domingos se daba un capricho: después de cocinar el pollo y la sopa de la semana a la vuelta de misa y tras pasar un rato en el parque, iba al bar de la esquina y comía migas – a solas y a las tres de tarde. Pedía dos raciones, una para comer y la otra para cenar que se llevaba en la tartera que portaba consigo al bar. Las tardes, no importaba de que día fueran, las dedicaba a su pasatiempo favorito: los crucigramas y autodefinidos diarios del periódico. El periódico lo tomaba prestado al abandonar el ayuntamiento entre semana y lo compraba de camino al parque o a Misa los fines de semana. Por eso odiaba el día de Navidad o de Año Nuevo, no porque le distrajeran de su rutina, sino porque no había periódico y eso no era admisible desde su punto de vista.

Ese día el despertador sonó a las ocho, como cualquier otro día, pero una sensación de extrañeza se apoderó de él, algo no iba bien, el ambiente se encontraba enrarecido, cargado. Encendió la luz y fijó los ojos en el techo antes de calzarse las pantuflas camino de la liturgia del albornoz y demás ritos . Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo al intentar moverse. Lenta y temblorosamente giró la cabeza hacia la izquierda. El corazón parecía querer salírsele del pecho y las sienes le iban a estallar. Una visión aterradora le estremeció: a unos centímetros de su cara, reposaba una melena larga y cobriza invadiendo la otra mitad de la almohada. Cerró los ojos tan fuerte como pudo tratando de imaginar que se trataba de una pesadilla y comenzó a recitar en voz baja y a trompicones todas las oraciones que conocía con los puños pegados a los ojos. Al cabo de unos segundos, cuando se supo con el valor suficiente para volver a abrirlos lo hizo poco a poco….y la visión que contempló lo turbó aún más: la melena cobriza seguía ahí, desperdigada como una inmensa plaga sobre su almohada inmaculada…y lo que es peor, él se estaba retrasando para lo que fuera que tuviese que hacer a continuación.

Lentamente comenzó a reptar hacia el extremo más próximo de la cama alejándose del cuerpo que yacía al otro lado. Alargó las piernas y sus pies reposaron sobre una áspera alfombra. Paralizado por el miedo miró al suelo y, efectivamente, bajo sus pies reposaba una alfombra usada y gris, no el parquet suave y barnizado de su casa: esa habitación…no era su habitación.
La poca luz que emitía la lámpara de la mesilla de noche descubría un espacio amplio con un gran ventanal a uno de los lados, y dos camas unidas sobre una de las cuales respiraba cadenciosamente el cuerpo que había descubierto al despertar. Al fondo vislumbró un armario de doble hoja y una puerta entreabierta que daba acceso a lo que parecía un cuarto de baño. Más allá, entre penumbras, divisó lo que debía ser la puerta de acceso a la habitación tras un mínimo y oscuro descansillo.

Se irguió a cámara lenta y casi pudo escuchar el crujido de sus rodillas antes de comenzar a temblar. Avanzó lentamente en la penumbra apenas iluminada. Sobre una mesa vio su tartera llena de migas.

“Debe ser lunes” pensó. “Yo sólo compro migas los domingos a medio día. Pero, ¿cómo he llegado aquí? ¿Dónde estoy? ¿Acaso me han secuestrado o me han drogado y me han traído aquí? ¿Quién está durmiendo en esa cama, acaso mi secuestrador? ¿Por qué a mí? Yo no tengo nada, sólo soy un empleado de ayuntamiento y llego tarde a trabajar”.

En estas disquisiciones estaba cuando el cuerpo que yacía en la otra cama se dio media vuelta descubriendo la cara de una chica de unos treinta y tantos años algo pecosa. La luz de la lamparita hizo que la chica despertara. Se frotó los ojos y se incorporó lentamente hasta quedar sentada sobre el colchón, los brazos sobre las rodillas y mirándole fijamente con los ojos entreabiertos.

─ Veo que ya te has despertado – pronunció mientras bostezaba . Siguió mirándole un rato apoyando la barbilla sobre las rodillas.

─ ¿Qué haces ahí de pie? – preguntó finalmente la chica - Pareces asustado, ¿te pasa algo?
A medida que ella hablaba él comenzó a retroceder lentamente hacia la puerta del fondo. Cada palabra que la chica pronunciaba le hacía sentir un miedo insoportable. La cabeza le iba a estallar.

“¿Cómo coño he llegado aquí y quién es esa mujer que parece conocerme?” se preguntaba mientras su corazón atronaba en su interior.
En su intento de retroceder sus pies tropezaron con algo y perdió el equilibrio sucumbiendo de un batacazo sobre el suelo. La chica se incorporó y dio un salto hacia él.

Aun dolorido por el golpe y viendo que la chica se acercaba agarró lo primero que encontró en el suelo, uno de sus zapatos negros, y lo enarboló amenazante hacia la mujer.

─ ¡No te acerques! - gritó - ¡No sé quién eres, de qué me conoces y cómo me has traído aquí, pero no te acerques a mí o te juro por lo más sagrado que te vas a arrepentir!

Con el zapato en la mano a modo de arma arrojadiza siguió arrastrándose de espaldas hacia la puerta. La chica, lejos de asustarse, se quedó quieta, paralizada, inmóvil. Unas lágrimas comenzaron a brotar tímidamente de sus ojos. En segundos comenzó a llorar, tanto, que la respiración se le entrecortaba. En ese momento la puerta se abrió y una mujer y un chico joven entraron en la habitación a sus espaldas.

─ Marcial, tranquilo – le dijo la mujer recién llegada que debía tener unos cincuenta años – no pasa nada, estamos aquí para ayudarte. Anda, suelta ese zapato y déjame ayudarte a levantarte.

Todavía desorientado por la situación, quizás oír que le llamaban por su nombre o la voz de la mujer o su mera presencia o todas estas razones le tranquilizaron. Ayudado por la mujer de aspecto bonachón se levantó, todavía temblando, y dejó el zapato en el suelo. La chica seguía inmóvil, frente a él, llorando desconsoladamente.

─ Venga, vamos al sillón y nos tranquilizamos – le dijo la mujer rodeándole con el brazo y acompañándole hacia el sillón de la esquina. Junto a la ventana descubrió su sillón, ése que le había albergado en todas sus tardes de crucigramas y autodefinidos.

El chico joven que había entrado en la habitación se acercó a la chica deshecha en lágrimas y la ayudó a sentarse al borde de la cama mientras la abrazaba.

─ Tranquila Marta, – creyó oír al chico – está enfermo. De alguna forma, es como si hubiera perdido su yo (1).

Marcial se quedó sentado en el sillón, en pijama, con la mirada perdida, intentado reconocer los objetos que le rodeaban y le habían acompañado durante toda su vida y que ahora formaban parte del mobiliario de su habitación, el único patrimonio con el que contaba desde que la enfermedad le desposeyó de su bien más preciado: sus recuerdos. El recuerdo de Amalia, su mujer, a la que atendió una mañana en el ayuntamiento por una multa y que transformó su vida rutinaria y gris en una aventura de colores regalándole al ser que desde entonces se convirtió en el centro de su vida, su hija Marta, que, ya fallecida Amalia, le visitaba cada fin de semana desde el pueblo, se quedaba a dormir con él en la residencia y le traía una tartera con migas para que no le faltara su almuerzo de todos los domingos, uno de los pocos recuerdos que su padre conservaba de su vida anterior.


[1] Por así decirlo, he perdido mi yo’ es la descripción que de sí misma hizo Auguste D, la primera enferma diagnosticada por el Dr. Alois Alzheimer.  Temas 62, Investigacióny Ciencia 4º trimester 2.010

Las reflexiones las dejo a criterio del lector, pero nadie sabe, ni yo mismo, qué quedará en nuestro cerebro de lo que hemos vivido y si estas letras y la persona que las escribe se convertirá en un completo extraño para mí en el futuro.

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