22/9/06

Infierno en la Carretera (y no es el Diablo sobre Ruedas)

La cabeza me da vueltas, no hay lugar donde mirar que ofrezca refugio. Los ojos del resto – incomprensión y desidia a un tiempo - no entienden el infierno que me acompaña de copiloto. La radio distante, alta o baja, da igual, ya no la escucho, no puedo, su voz, lejana, grita a cada segundo, apagarla, encenderla, son excusas, la llama que me quema no se apaga con voces. La mañana, apenas desperezándose, me saluda a rayo limpio y su reflejo en el asfalto me ciega. La camisa está empapada y la espalda, rota de sudor, se pega al respaldo. Muevo el cuello, lentamente, abro los ojos en busca de un milagro escondido, y sólo veo murallas de hormigón que cercenan mi esperanza. El aire no llega a los pulmones, libero mi pecho de los botones que lo oprimen, intento respirar hondo y sólo puedo volver a cerrar los ojos y apretar los dientes para que un par de lágrimas no se escapen. El cinturón que la benemérita prescribe me ahoga y me tengo que deshacer de él, deseando creer en una esperanza vana que alimente mi deseo de no estar ahí, de pensar todo es una pesadilla, que ya ha pasado este purgatorio de alquitrán, que fue un mal sueño. Pero Morfeo no viajaba hoy en el asiento trasero. Después el cinturón, el otro, el que cada año aprieta más y oprime el estómago. Luego el botón del pantalón (que tantas veces estorba y hoy más que nunca) y con él la cremallera - ¡qué queda ya por liberar!. Desabrocho los últimos botones de la camisa, como intentando huir de una celda sin ventanas, y otro escalofrío lacera mi cuerpo semidesnudo. Las sienes, la nuca, empapadas de un torrente de sudor salado. Los ojos, sin rumbo, llorosos, dolientes, ausentes, perdidos en el reflejo del parabrisas y el enjambre de luces de freno y acelerones cortos. Las ventanas bajadas y la respiración entrecortada de un niño en crisis. El aire que entra pero no refresca ni evita esta sensación de asfixia , y la esperanza perdida, y las miradas atónitas de los zombies vecinos, y esa mueca de dolor ahogado, y esa lágrima que no cae, y ese dolor profundo, y esa tormenta tan honda, y esa incomprensión muda, y ese miedo helado, y esa sensación tan olvidada, y ese sentirte niño y anciano a un tiempo, y esa indefensión tan desnuda, y esa soledad tan de los solos…


Esta agonía sin fin, cruel y lenta,
Ese sudor helado de la cabeza al corazón,
Esa rabia estomacal inesperada y virulenta,
Fueron fruto de un inoportuno y traicionero apretón
Que sufrí, muy de mañana, atascado en la puta eme cuarenta.
(Epílogo: a ver si hacemos más salidas, Gallardón).



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